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Melchor Ocampo hace la felicidad de un arriero

Melchor Ocampo.

   Llamado el Santo de la Reforma por su gran generosidad, Melchor Ocampo (1814-1861), autor de la epístola que lleva su nombre y que hasta hace poco se leía a todas las parejas casadas por lo civil en México, muy joven aún recibió por vía de herencia la Hacienda de Pateo, en su natal Michoacán, donde adquirió el gusto por la agricultura, interesándose además por el trabajo y la suerte de los peones.

   Un día en que Melchor presidía la cosecha de trigo en su hacienda -narra Victoriano Salado Álvarez-, los arrieros acudían con sus bestias para cargar el grano y conducirlo a los molinos inmediatos. Fue entonces cuando un pobrecillo con un macho paticojo, la pechera cayéndose a pedazos de puro usada, un viejo sombrero de palma en la cabeza y un aspecto de miseria triste, de inferioridad resignada, de bondad y mansedumbre que oprimían el ánimo, dijo a un compañero señalando un montón de trigo.

   -Yo sería dichoso si me dieran eso.

   Le oyó el Santo de la Reforma, y encarándosele le preguntó:

   -¿Por qué se considera usted dichoso con tan poco?

   -¡Oh, señor! –respondió el pobre-, porque con eso tendría para comprar una recua, realizar utilidades y contar con un punterito para mantención de mi familia.

   -Pues lléveselo, es suyo –dijo el grande hombre; y en seguida mandó le pusieran el trigo en sacos y lo cargaran en media docena de mulas que le regaló.

   Sobra decir que con esta singular manera de administrar la riqueza la Hacienda de Pateo fue declarada en quiebra a la vuelta de pocos años. Melchor se dedicó luego a la política, habiendo sido gobernador de su Estado, senador de la República y ministro de Relaciones y de Guerra en el gobierno de Benito Juárez, durante la Guerra de Reforma.

   Ocampo fue fusilado y colgado de un árbol en la Hacienda de Caltengo en 1861, sin proceso de causa, por órdenes de los generales conservadores Leonardo Márquez y Félix Zuloaga.


   Fuentes: Victoriano Salado Álvarez. La Reforma. Episodios Nacionales (1902).     Enciclopedia de México (1978).

El cazador

José Rubén Romero.- Enciclopedia de México.

Hacia el año 1910, cuando tenía 20 años de edad, el notable escritor michoacano José Rubén Romero obtuvo un empleo de administrador de Rentas en Sahuayo, cerca de su natal Cotija de la Paz; ganaba escasos 30 pesos mensuales, pero le quedaba tiempo libre, razón por la cual sus amigos lo invitaban a cacería; José Rubén no quería ir porque dada su inexperiencia en este deporte, temía darse un tiro por su propia mano. Sin embargo, tanto le insistieron que finalmente aceptó, y vea usted el resultado:

Una tarde salimos con las escopetas rumbo al rancho del Rincón en busca de venados. Los compañeros comenzaron a rastrear y a otro amigo y a mí nos encomendaron la guarda de un paso, encareciéndonos que no se tirara sino cuando la pieza estuviera bien cerca.

Nos acomodamos detrás de unas jaras, algo nerviosillos y aguzando mucho los ojos, porque la noche se nos venía encima.

Un ruido de ramas salió del encinal, y el bulto de un venado se perfiló a corto trecho de nuestro escondite. Me eché la escopeta a la cara, apunté cuidadosamente, salió el tiro y el bulto se desplomó como tocado por un rayo.

¡Con qué alegría corrí al sitio donde se agitaba la pieza! ¡El mejor blanco de mi vida! Me parecía imposible.

Pero al llegar adonde creía que agonizaba un venado me paré en seco, estupefacto.

-Amador –le grité al compañero con voz angustiada-. ¡es un macho!

-Hombre, mejor, porque la carne de las hembras es más dura –me contestó mi amigo, alegremente.

Lo cierto es que era un macho, pero un macho de carga, y yo tuve que pagarlo al arriero.

¡Adiós, alcancía y vanidad pasajera de buen tirador!

Fuente: J. Rubén Romero. Apuntes de un lugareño (1932)

El loro de Chontla

En su obra “Arrieros” (1944), el escritor veracruzano Gregorio López y Fuentes habla de un arriero que en vísperas de salir a uno de sus largos viajes, fue llamado por el cura del pueblo para hacerle un encargo: “Quiero que me traigas un lorito de ese rumbo de Chontla http://es.wikipedia.org/wiki/Chontla, pues dicen que son los mejores. Quiero que tenga la lengua negra y que el amarillo le llegue siquiera a la mitad de las alas, es decir, que sea bueno. Te pagaré lo que valga”.

El arriero, cuando estuvo en la Huasteca http://es.wikipedia.org/wiki/Regi%C3%B3n_Huasteca, compró un loro joven, de voz clara, lengua negra y con suficiente amarillo. Tras sus mulas, con su adquisición en un hombro y jinete en su tordilla, emprendió el viaje de regreso, diciendo, de vez en cuando, algunas palabras altisonantes, para avivar el paso de su recua.

De esta suerte, el loro oyó con frecuencia el grito de: “¡Hagan hilo, cabrestas!”, que el arriero dirigía a sus mulas, así como el conocido silbido que siempre seguía a esta orden disciplinaria.

El cura quedó completamente satisfecho con su adquisición. El loro fue instalado en una jaula nueva, tan nueva que parecía de plata. Era tan consentido el animal, que lo mismo se le veía en el curato que dentro de la iglesia. Las señoras más devotas, ésas que se pasan doce horas del día en el templo, le llevaban sus sopas sin dejar pasar una sola ocasión para preguntarle: ¿Eres casado?  Luego se marchaban diciendo que el loro era muy gracioso.

Todo iba bien, pero una mañana, después de los oficios, el cura invitó a las señoras a una reunión en la sacristía para tratar sobre las reparaciones urgentes que la iglesia necesitaba. Diez señoras arrebujadas en sus chales se aglomeraron a la puerta de la sacristía, seguidas del sacerdote, cuando en aquel cóncavo silencio sonó una voz, diciendo: ¡Hagan hilo, cabrestas!, y luego el mismo silbido largo y penetrante del arriero en los pasos difíciles del camino.

Fue un escándalo. Cura y señoras se volvieron asombrados ante aquella orden “arrieril”. Algunas de las damas se persignaban, denunciando que ¡al loro se le había metido el diablo! Y hasta le rociaron agua bendita.

Al día siguiente, el sacerdote, aunque explicándose inteligentemente el origen de aquel desagradable suceso, pero cediendo a las exigencias de las señoras organizadas en comisión, quienes pedían la muerte del deslenguado, optó por abrirle la jaula. Tras un ensayo de corto vuelo, el animal se lanzó por sobre los árboles, un tanto distantes, y luego sobre las sierras, en busca de sus selvas.

Fuente: Gregorio López y Fuentes “Arrieros” (1944).

Lo que dijo un arriero ebrio en Guadalajara

En Flor de Juegos Antiguos (1942), Yáñez narra lo sucedido en un pleito entre arrieros y músicos, en el popular barrio de San Juan de Dios, frente al Hospicio Cabañas (hoy Patrimonio de la Humanidad), en Guadalajara. Ahí refiere las bravatas de “un arriero viejo, barbón con barba blanca y ojos legañosos, calzonudo y con huaraches retejidos”, un tal Francisco Núñez, que al calor del tequila gritaba:

“Y que viva el Mesón del Tepopote, a donde llegan mis vales de Cocula y Autlán, por su mamacita, que mueran los indios blancos que vienen del Río Verde y llegan al Mesón del Nevado o al de las Palomas, mueran los de la Plaza de Toros y mueran los de Cuquío, por agarrados; que mueran los de Nochistlán, malas entrañas. Al cabo arrieros semos y en el camino andamos. En el camino de Estipac y Zapopan, Virgen mía bendita; en el camino de Zoquipan o en el de Jocotán. Échenme esos alacranes que vienen de San Cristóbal y duermen en el Escalón, naranjeros o carboneros que roban en el Pedregal. Ya me dijo la mesonera linda lo que le hicieron; pero un día nos encontraremos en el Taray o en Copalita y entonces sabrán quién es Francisco Núñez, su servidor. Échenme “la pajarera”, musiquitos de Zihuatlán y que viva su tierra; échenme “la pajarera” que me hace llorar por el recuerdo de una ingrata juilona… “cuando a México llegues, Rosita…” Eso es lindo, no más, y el tequila, y mi mula campanera que tiene bordado en la retranca el nombre de la juilona, vieja ingrata: ay va por los caminos, sonando la campana como quien dice: ay va Francisco Núñez el de la mejor recua de Amatitlán y que venga otra cosa que se le pare por delante en todo Jalisco. No me vayan yendo, muchachitos güenmozos, si al cabo no se los come Francisco Núñez, que cuando pasa por Orendáin tiene comida y cama; al que me voy a comer es al patrón don Cenobio, ese mentado Cenobio Orendáin que quiso burlarse de Francisco Núñez, madrugándole con la fondera de su rancho. No se me vayan cortando, muchachitos, epa, tú que tienes cara de coyote, les van a tocar a su salud el son de las abajeñas que son unas viejas trigueñas que pa qué les cuento…”

Fuente: Flor de Juegos Antiguos. Agustín Yáñez (1942)

Anécdota de El Burro de Oro

Cuentan que Francisco Velarde, famoso hacendado jalisciense del siglo XIX, mejor conocido como “El Burro de Oro”, era tan rico que muchas veces llegó a comprar mulas de sus propias recuas, porque simplemente ignoraba que fueran suyas. Este personaje poseía una enorme hacienda en La Barca, Jal., pero vivía en el centro de Guadalajara, precisamente en el palacio que hoy ocupa el Congreso del Estado.
El caso es que este acaudalado caballero, en uno de sus frecuentes viajes a Guadalajara “se encontró con una recua de cincuenta magníficas mulas, todas ellas alazanas. Encantado por aquel hermoso conjunto se encaró con el que la hacía de jefe y trató de comprarlas, mas el arriero, a pesar de las tentadoras ofertas, se negaba a venderlas; molesto Velarde, le preguntó por el dueño de las mulas, a lo que el arriero contestó ´pos la mera verdá, mi amo, yo no sé cómo se llama mi patrón, sólo sé decirle que lo conocemos como El Burro de Oro´, lo que ocasionó una fuerte carcajada del patrón y que el atribulado arriero recibiera un montón de pesos fuertes.
(Gracias a Carmen Libertad Vera, la “Diablina Monina”, por enviarme el documentoMulas, hatajos y arrieros en el Michoacán del siglo XIX”, de Gerardo Sánchez, donde recuerda esta interesante anécdota).

 

Accidente de la Naturaleza

“Hoy que estuve en el juzgado para ver cómo va el asunto de mis tierras, me enteré de un pleito que allí se ventila y que el juez de letras ha tomado como una chanza. Sucede que un arriero que traía unos burros de vacío ha sido demandado por don Tonino a causa de daños en propiedad ajena. Estamos en mayo, y uno de estos serviciales animalitos se echó bruscamente en pos de una hembra que se le fue corriendo, esquiva como todas. Y allí va el burro desbocado y loco tras ella. Corrieron como dos cuadras, y nada se les ocurrió mejor que meterse en la tienda. Durante la trifulca rompieron la olla del tepache y algunos otros enseres que don Tonino estima en 18 pesos. El arriero no los quiere pagar alegando que esos son accidentes de la naturaleza”.

Fragmento de “La Feria”. Juan José Arreola (1963).